Los fines de semanas
Soy un adicto a los fines de semanas por muchas razones. Algunas de ellas las intuyo muy compartidas por un elevado porcentaje de la población activa. Sin embargo, hoy quiero detenerme en una en concreto: los periódicos y su infinita descendencia.
A diferencia de muchos de los lectores asiduos a la prensa diaria, a mí no me molesta que las publicaciones de fin de semana lleven adosados suplementos, colecciones enciclopédicas, artículos de higiene personal, cuberterías de diseño y películas y compactos del más diverso pelaje. Si acaso todo lo contrario. Me genera una especie de euforia que no debe ser muy sana a ojos de según quién y qué casilla marque en la declaración de la renta.
Es así. Los fines de semana se articulan en torno a la lectura del ‘Babelia’, ‘El Viajero’, ‘El País Semanal’, el ‘ABCD las Letras’, ‘Negocios’, además de los correspondientes periódicos sin los que aquéllos no serían lo que han acabado siendo. Evidentemente, como no puede ser de otra forma, selecciono y desecho información a mi libre antojo, e, incluso, cuando mi motivación es alta, recorto y pego fragmentos, llevado por la estúpida creencia de que podré leerlos en cualquier otro momento. Pero, en la fugacidad propia de la prensa diaria, no hay cualquier-otro-momento. Sólo ése. El mismo en que decides que esto lo lees ahora o, probablemente, ya no vuelvas nunca atrás.
El resto de semana
La fidelidad que dispenso a los periódicos del fin se semana no suele ser la misma que la de los días de madrugón. Aunque siempre compro un diario –mínimo-, opto por darme un garbeo por la versión digital de alguno de ellos, dejar algún comentario entre centenares de comentarios y enviar vía mail a los amigos alguna noticia que probablemente ya hayan leído. Todo esto variable y dependiente de mi estado de ánimo, del trabajo acumulado y de los plazos de entrega. Por rachas, vamos.
Creo que si un buen momento, por pequeño que sea, justifica el resto del día, la lectura de un artículo brillante suele convencerme de que mereció la pena comprar el periódico e invertir el esfuerzo de rastrear en su interior. Por eso no dejo escapar las colaboraciones de Juan José Millás, Kayros, Antonio Orejudo, Javier Cercas, Vicente Verdú o Antonio Muñoz Molina, por mencionar algunos. Porque creo que apuesto sobre seguro.
En este mismo sentido, la mayor alegría de todas me la ha traído el nacimiento del nuevo periódico ‘Público’. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido a Ignacio Escolar –el que fue director adjunto de La Voz durante algún tiempo- por contar en sus filas con Rafael Reig y ponerlo al frente de las cartas de los lectores.
Siento adicción por la literatura de Rafael Reig desde hace tiempo. Sus novelas ‘Autobiografía de Marilyn Monroe’, ‘Sangre a borbotones’ o ‘Manual de literatura para caníbales’ son tan buenas que siempre me acabo preguntando por qué a este tipo no lo mencionan todo lo que debieran cuando hablan de los escritores de su generación. Él, junto a tres o cuatro escritores más, como Lorenzo Silva, Antonio Orejudo, Martínez de Pisón y Juan Bonilla, constituyen una minúscula caterva cuyos resultados son verdaderamente difíciles de cuestionar. Se habla de futuras y pujantes generaciones transgresoras y posmodernas, y, paradójicamente, es justo ahora cuando ellos han empezado a dejar ver lo que son capaces de dar. Y en verdad provoca vértigo.
No sé si la participación de Rafael Reig en ‘Público’ le va a suponer un mayor número de lectores en lo que a sus novelas se refiere. Ojalá sea así, porque bien merecen la pena. En cualquier caso, estoy de celebración porque puedo leer a diario los artículos con los que responde a los lectores del nuevo periódico, y disfrutar así de su ingenio, ironía, malaleche, tino, desequilibrio, incomodidad, sentido del humor, transparencia, descaro, precisión y calidad. Si Charles Foster Kane siguiera vivo, no les quepa la menor duda de que lo intentaría fichar para su aventura en el ‘The Inquirer’. Otra cosa es que él se dejara hacer.
Juan Manuel Gil
Soy un adicto a los fines de semanas por muchas razones. Algunas de ellas las intuyo muy compartidas por un elevado porcentaje de la población activa. Sin embargo, hoy quiero detenerme en una en concreto: los periódicos y su infinita descendencia.
A diferencia de muchos de los lectores asiduos a la prensa diaria, a mí no me molesta que las publicaciones de fin de semana lleven adosados suplementos, colecciones enciclopédicas, artículos de higiene personal, cuberterías de diseño y películas y compactos del más diverso pelaje. Si acaso todo lo contrario. Me genera una especie de euforia que no debe ser muy sana a ojos de según quién y qué casilla marque en la declaración de la renta.
Es así. Los fines de semana se articulan en torno a la lectura del ‘Babelia’, ‘El Viajero’, ‘El País Semanal’, el ‘ABCD las Letras’, ‘Negocios’, además de los correspondientes periódicos sin los que aquéllos no serían lo que han acabado siendo. Evidentemente, como no puede ser de otra forma, selecciono y desecho información a mi libre antojo, e, incluso, cuando mi motivación es alta, recorto y pego fragmentos, llevado por la estúpida creencia de que podré leerlos en cualquier otro momento. Pero, en la fugacidad propia de la prensa diaria, no hay cualquier-otro-momento. Sólo ése. El mismo en que decides que esto lo lees ahora o, probablemente, ya no vuelvas nunca atrás.
El resto de semana
La fidelidad que dispenso a los periódicos del fin se semana no suele ser la misma que la de los días de madrugón. Aunque siempre compro un diario –mínimo-, opto por darme un garbeo por la versión digital de alguno de ellos, dejar algún comentario entre centenares de comentarios y enviar vía mail a los amigos alguna noticia que probablemente ya hayan leído. Todo esto variable y dependiente de mi estado de ánimo, del trabajo acumulado y de los plazos de entrega. Por rachas, vamos.
Creo que si un buen momento, por pequeño que sea, justifica el resto del día, la lectura de un artículo brillante suele convencerme de que mereció la pena comprar el periódico e invertir el esfuerzo de rastrear en su interior. Por eso no dejo escapar las colaboraciones de Juan José Millás, Kayros, Antonio Orejudo, Javier Cercas, Vicente Verdú o Antonio Muñoz Molina, por mencionar algunos. Porque creo que apuesto sobre seguro.
En este mismo sentido, la mayor alegría de todas me la ha traído el nacimiento del nuevo periódico ‘Público’. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido a Ignacio Escolar –el que fue director adjunto de La Voz durante algún tiempo- por contar en sus filas con Rafael Reig y ponerlo al frente de las cartas de los lectores.
Siento adicción por la literatura de Rafael Reig desde hace tiempo. Sus novelas ‘Autobiografía de Marilyn Monroe’, ‘Sangre a borbotones’ o ‘Manual de literatura para caníbales’ son tan buenas que siempre me acabo preguntando por qué a este tipo no lo mencionan todo lo que debieran cuando hablan de los escritores de su generación. Él, junto a tres o cuatro escritores más, como Lorenzo Silva, Antonio Orejudo, Martínez de Pisón y Juan Bonilla, constituyen una minúscula caterva cuyos resultados son verdaderamente difíciles de cuestionar. Se habla de futuras y pujantes generaciones transgresoras y posmodernas, y, paradójicamente, es justo ahora cuando ellos han empezado a dejar ver lo que son capaces de dar. Y en verdad provoca vértigo.
No sé si la participación de Rafael Reig en ‘Público’ le va a suponer un mayor número de lectores en lo que a sus novelas se refiere. Ojalá sea así, porque bien merecen la pena. En cualquier caso, estoy de celebración porque puedo leer a diario los artículos con los que responde a los lectores del nuevo periódico, y disfrutar así de su ingenio, ironía, malaleche, tino, desequilibrio, incomodidad, sentido del humor, transparencia, descaro, precisión y calidad. Si Charles Foster Kane siguiera vivo, no les quepa la menor duda de que lo intentaría fichar para su aventura en el ‘The Inquirer’. Otra cosa es que él se dejara hacer.
Juan Manuel Gil