domingo, enero 21, 2007

El Bulevar

Paisaje futuro

No hace mucho, en esta misma sección, escribí un artículo sobre la fuerza magnética que las obras y excavaciones ejercen sobre nosotros. Lo hacía basándome en esas pequeñas escenas coloquiales del transeúnte detenido frente a una estructura de hormigón o el jubilado departiendo sobre esto y aquello con el encargado de obra. Postales bucólicas que cada vez son más habituales en las calles de nuestra ciudad. Sobre todo por el volumen de construcciones inmobiliarias con el que nos hemos acostumbrado a vivir. Tarde o temprano, todos hemos sentido la hipnótica atracción por las obras de cierta envergadura. Y si nos lo han permitido, hemos opinado allí mismo, a pie de andamio.
Yo, por azarosas decisiones políticas, estoy viviendo, desde hace algún tiempo ya, rodeado de estridentes excavadoras, tuberías descomunales, zanjas abisales, calles cortadas, zonas inundadas, desvíos improvisados, cortes de agua, socavones en el asfalto, vallas metálicas, prohibiciones de estacionar, prohibiciones de parar, prohibiciones de pasar y kilos y kilos de polvo en el corazón de la lavadora. Soy consciente de que llevo viviendo más de seis meses en un paisaje que podría pasar por el escenario de un tiempo futuro, de un tiempo tatuado por el efecto invernadero o el calentamiento global del planeta o la guerra de los mundos. Pero, paradojas de la realidad, simplemente se trata de una obra que pretende mejorar el aspecto de un barrio al que, dicho sea de paso, no le han prestado nunca demasiada atención.

El Alquián

Me estoy refiriendo a las obras del futuro bulevar de El Alquián. Por fin han decidido dotar a este barrio de una arteria principal con sus palmeras cocoteras, sus estacionamientos adoquinados, su asfalto de última generación y sus altas y espigadas farolas azul mediterráneo. De paso han aprovechado y también han actualizado la red de tuberías que circulaban bajo esa misma carretera. Aunque las malas lenguas dicen que es al revés: que lo que urgía era la renovación del sistema de aguas y que han engalanado el panorama con el bulevar. En cualquier caso, lo mismo da una cosa que otra.
Estoy convencido de que a la gran mayoría de los ciudadanos de este barrio, entre los que me incluyo, les parece una idea fabulosa que se lleven a cabo, por fin, unas mejoras de tal envergadura. También, porque procuramos no pecar de ingenuos, somos conscientes de que las molestias, las incomodidades, los imprevistos, en definitiva, ciertos perjuicios para el barrio, vayan aparejados con las obras. Sin embargo, esto no presupone que nuestra indulgencia sea ciega y absoluta. En mi caso particular, miro las obras con el rigor con que juzgo cualquier otra cosa que pueda menoscabar mi vida diaria y traspase las cargas previsibles. Y eso aquí está pasando.
Los servicios de transporte público incumplen diariamente sus horarios debido a una inadecuada planificación de la obra. A eso tenemos que sumarle señales provisionales de tráfico que se contradicen, atascos que han llegado a durar mas de cuarenta y cinco minutos, vehículos mal estacionados, socavones en el asfalto que pueden ocasionar accidentes (en la hemeroteca de La Voz se puede rastrear alguno), calles residenciales que pasan a hacer las funciones de una carretera nacional, tuberías subterráneas y pozos dañados por el trafico masivo y, lo más importante, el riesgo que entraña para los transeúntes que esa densidad de automóviles atraviese el barrio por la mitad y no haya autoridad policial que vigile la zona con especial atención.
Estaría bien que el alcalde, la próxima vez que venga a fotografiarse junto a las recién plantadas palmeras del bulevar (también se puede rastrear en hemeroteca) y a decirle a la prensa lo bien que progresan las obras, se pase por el interior del barrio y evalúe lo que en política llaman efectos colaterales. Entonces, debería garantizar que no se solucionarán, como se ha hecho en otras ocasiones, con remiendos y parches de hule, sino que todo quedará como a él le gustaría tener la puerta de casa. Porque no está para medias tintas un barrio que tiene en su patio trasero un aeropuerto que planea quedarse para siempre, un gasoducto que le ensartará un ojo a su playa y un saco reventado por años y años de olvido del Ayuntamiento que ahora él dirige.

Juan Manuel Gil

lunes, enero 01, 2007

Mis números improbables

Lotería y cábalas

Confieso que no me ha tocado la lotería. Ha pasado por la puerta de casa dejando un rastro de pelusa, ceniza y desencanto tras una inversión que merodeaba, más bien brincaba, la media nacional. He comprobado ceremoniosamente cada uno de los décimos que en su momento llamaron mi atención por las más improbables razones: número de votos favorables a los estatutos; torreones que el señor Megino construirá a la vera del Mediterráneo; el euríbor a fecha de compra; el año de nacimiento de Unai Emery; el precio sumado del kilo de breca y langostino; o el número de veces que aparecen las letras z y p en algunas columnas de opinión. Pues ni con ésas. Y por mucho que diga mi vecina eso de que al menos tenemos salud, el desconsuelo es un pellizco nervioso que habita en el estómago y se ramifica hasta la cuenta corriente.
No haber conseguido ni una sola pedrea en este día de gloria nacional, me convence una vez más de que mis cábalas sobre la actualidad y su membrana pegajosa poco o nada tienen que ver con el azar suculento de los bombos y los euros. Parece más razonable que éste guarde relación con el diario personal del matemático Grigori Perelman (rechazó la medalla Field hace unos meses) o algunas costumbres de los personajes de Juan José Millás o Paul Auster. En cualquier caso, como buen neurótico encubierto, procuro que mis elecciones numéricas obedezcan a razones más o menos verosímiles, aunque luego me supongan el más estrepitoso y descorazonador de los fracasos.

Tres cifras

Mi meticulosa selección numérica me ha servido para recordar algunos hechos que a lo largo de este año causaron en mí algún tipo de efecto. Estos son algunos de los números.
El diez y el nueve. Quien acostumbra a pasear por el paseo marítimo del Zapillo, empieza a vislumbrar la osamenta de los edificios que el señor y urólogo Juan Megino ha ideado construir allí. Crecen a una velocidad similar a la de la hiedra. Casi imperceptible. Imparable. Y a la espera de que se genere la piel que recubrirá aquellos mazacotes de hormigón, uno puede deducir que los humores de sus tripas fluirán poco y mal. Aquello, que parece más propio de los despropósitos y desmanes urbanísticos setenteros, estará formado por diez torres de nueve pisos que darán lustre a un Zapillo colmado de edificios cuyos cimientos absorben agua salina. Tengo que reconocer que siempre creí que aquello se paralizaría justo antes de que dieran el primer bocado a la tierra. Reconozco también que soy un profano en lo que a los entresijos legales de esta operación se refiere. Pero ojalá me dijeran mañana mismo que incumple la ley y pudieran detener las grúas antes de que su morfología se aproximara a la del Algarrobico. Porque si no es así, me avergüenzo de esta falta de sentido común y protección; me avergüenzo de que nos hayamos mostrado tan indiferentes ante tal barbaridad urbanística.
Setenta y uno. En 1971 Unai Emery nace en Guipúzcoa y 35 años después viaja a nuestra ciudad para colocar a la Unión Deportiva Almería en puestos de ascenso, justo antes de irnos de holganza navideña. Sé que las simplificaciones nunca fueron buenas, salvo en las matemáticas de bachillerato, pero es que estoy convencido de que a este entrenador lo recordarán en nuestra ciudad durante muchísimo tiempo por sumar puntos donde otros maldecían a los árbitros. Con el ascenso al final de las baldosas amarillas, los mazapanes evitan la afonía y las peladillas fortalecen la autoestima. Sin embargo, las quejas siguen goteando. Es raro el día que no leo o escucho en la radio un rapapolvo a ese aficionado que sólo va al campo de fútbol cuando la U. D. Almería promete un buen espectáculo o, en su defecto, un resultado que prolongue esta euforia deportiva. Parece ser que con un equipo se ha de estar siempre, a las duras y a las maduras, independientemente de la mayor o menor distracción que pudiera dar en el campo. Sin embargo, a nadie se le ocurre ir a ver una obra de teatro de la que le han asegurado el tedio hasta el agotamiento. Tampoco nadie se siente en la obligación de ir a ver todas las semanas el cine español, a pesar de que la recaudación de taquilla va a ser tan determinante como la de cualquier campo de fútbol. Uno paga por entretenerse, disfrutar, emocionarse y divertirse. Pasar un buen rato, vamos. Parece razonable, por tanto, que la gente vaya menos al cine cuando la película promete un castigo de dos horas; que los enamorados del teatro no paguen por ver una obra que no les da buena espina; o que los aficionados al fútbol acudan en menor medida al campo cuando el equipo no cumple las expectativas creadas y se augura un tostón de 90 minutos y una irritación en el corazón de la quiniela. Parece lógico que uno invierta su dinero en algo que le va a reportar algún beneficio. Y la U. D. Almería ahora expende ilusión. Simplemente celebrémoslo.

Juan Manuel Gil